En 2025 se cumplirán 100 años de la institución de la Solemnidad litúrgica de Cristo Rey. En la Carta Encíclica Quas primas (11 de diciembre de 1925), el papa Pío XI afirma que “nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador” (QP, introducción). Debiendo buscar pax Christi in regno Christi –la paz de Cristo en el reino de Cristo–, en continuidad con lo dicho en su primera Carta Encíclica Ubi arcano Dei (23 de diciembre de 1922), el mismo papa remarca que esa paz debe procurarse in regno Christi –en el reino de Cristo– dado que “no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo” (QP, 1).
Habiendo recordado que Cristo reina en las inteligencias, las voluntades y los corazones de los hombres, Pío XI reafirma que “es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de Él que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino (Daniel 7, 13-14); porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas” (QP, 6).
Pío XI se detiene a ilustrar esta verdad de fe de la Realeza de Jesucristo a partir de la Sagrada Escritura –en ambos Testamentos: el Antiguo y el Nuevo– y en la Liturgia (cf. QP, 7-10). Precisa, además, que la Realeza de Cristo se fundamenta en la unión hipostática: “la soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado en cuanto Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y los otros están sujetos a su imperio y le deben obedecer también en cuanto hombre; de manera que por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas” (QP, 11). También se fundamenta en la redención, dado que Cristo reina en nosotros “no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido a costa de la redención” (QP, 12).
Jesucristo, nuestro Redentor, goza de la triple potestad de legislar, juzgar y ejecutar. El campo de la realeza de Cristo se extiende tanto a lo espiritual como a lo temporal. “Habiendo Cristo, como Redentor, rescatado a la Iglesia con su Sangre y ofreciéndose a sí mismo, como Sacerdote y como Víctima, por los pecados del mundo, ofrecimiento que se renueva cada día perpetuamente, ¿quién no ve que la dignidad real del Salvador se reviste y participa de la naturaleza espiritual de ambos oficios?” (QP, 14). Con su predecesor León XIII, el papa Pío XI recuerda que “el imperio de Cristo se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que habiendo recibido el bautismo pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a cuantos no participan de la fe cristiana, de suerte que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano” (León XIII, Carta Encíclica Annum Sacrum, 25 de mayo de 1899).
De esta manera puede apreciarse que, para que los beneficios antes enunciados en bien de los individuos y las naciones “se recojan más abundantes y vivan estables en la sociedad cristiana, necesario es que se propague lo más posible el conocimiento de la regia dignidad de nuestro Salvador, para lo cual nada será más eficaz que instituir la festividad propia y peculiar de Cristo Rey” (QP, 20). “Si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo –precisa Pío XI–, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos” (QP, 23). Pío XI abriga la esperanza de que la celebración esta solemnidad litúrgica obtenga el regreso de las sociedades a Jesucristo Rey y resalta que los fieles cristianos deben comprender el deber de militar “con infatigable esfuerzo” bajo su Bandera (QP, 25).
La celebración litúrgica de Cristo Rey enseñará a las naciones “que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes”. La celebración litúrgica de Cristo Rey “exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ya sea al establecer las leyes, ya sea al administrar justicia, ya sea finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres” (QP, 33).
Lo cierto es, también, que del sentido original de la celebración litúrgica de Cristo poco y nada queda en la vida de la Iglesia. Salvo honrosas excepciones, basta repasar las homilías episcopales de cada año para comprobar, en la mayoría de los casos, el silenciamiento o la edulcoración de la enseñanza dogmática de la Realeza de Cristo en los individuos y las sociedades, incluidas las políticas. Celebrar la solemnidad litúrgica de Cristo Rey, para más de uno, implicaría poner en discusión la denominada “sana legítima laicidad” de la que tanto se oye hablar en los últimos años. Dicho sea de paso, la expresión “sana legítima laicidad” de Pío XII sufre una interpretación tergiversada dado que algunos se la apropian para terminar concluyendo que, a partir de determinada fecha, el magisterio eclesial ya no debe seguir enseñando la debida unión entre los estados y la Iglesia.
Dicho esto, y en estrecha relación con la Doctrina Social de la Iglesia, se comprueba la propagación, en la mayoría de los casos bien intencionada pero no por esto menos errónea, de la idea de que lo que se trata es de “primero humanizar para, luego, evangelizar”. Nada más alejado de la auténtica doctrina católica[1]. En realidad, de la evangelización se sigue la humanización, no obstante, por cierto, tener presente que la gracia supone la naturaleza, no la destruye sino que la perfecciona, conforme al adagio escolástico siempre vigente y tan acertadamente comprendido y aplicado por santo Tomás de Aquino. Al fin de cuentas, “evangelizar es promover” como, en algún momento, se acuñó como frase en la vida de la Iglesia en la Argentina. En concreto, esa prioridad de “humanizar” antes que evangelizar termina en una especie de puesta en práctica de aquel “cristianismo anónimo” que nunca llega a proclamar que todas las cosas –incluida la vida social– deben ser recapituladas en Jesucristo –cf. Ef 1, 10–. No sea que se vea afectado el “diálogo” inter-religioso si se predica que Cristo es el único Salvador de los individuos y de las sociedades.
Por esto, es necesario recordar, con san Juan Pablo II, que la Doctrina social de la Iglesia es “instrumento de evangelización” (Cf. Carta Encíclica Centesimus annus, 1º de mayo de 1991, 54) y que forma parte de su misión evangelizadora (cf. Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis, 30 de diciembre de 1987, 41).
Como supo predicar el mismo san Juan Pablo II en el comienzo de su pontificado: “No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad! ¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera! ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo El lo conoce!” (22 de octubre de 1978).
De modo autorizado, la misma Iglesia enseña, y no debe dejar de proclamarse:
“El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (DH 1). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive” (AA 13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (cf DH 1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (cf AA 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (cf León XIII, Carta enc. Immortale Dei; Pío XI, Carta enc. Quas primas)” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2105).
A partir de lo dicho podemos concluir sobre la relevancia de la cristianización de la vida social en orden, en primer lugar, a la gloria de Dios y, de modo estrecho, a la santificación de las almas. Teniendo presente que no existen compartimentos estancos, dos ámbitos privilegiados para re-capitular todas las cosas en Cristo (cf. Ef 1, 10) son el de la cultura y el de la política. Dios quiere asociar nuestras acciones a su obra de la Redención. En este sentido, un orden social según el derecho natural y cristiano se convierte en instrumento necesario para la salvación de las almas. Porque Cristo quiso redimir a todos los hombres y a todo el hombre y, por lo tanto, también a la vida social.
[1] Cf. Fontana, S., “Evangelizzare o umanizzare lo sociale?”, 27 de octubre de 2021, en La Nuova Bussola Quotidiana. Disponible en https://lanuovabq.it/it/evangelizzare-o-umanizzare-il-sociale [Fecha de consulta: 19 de noviembre de 2021].
Por Germán Masserdotti

Germán Masserdotti
Membro del Collegio degli Autori