“El problema de la democracia -afirma Fulvio Ramos en La Iglesia y la democracia- agita a los espíritus y parece imposible encararlo serenamente. Se manejan con ligereza y superficialidad, a nivel periodístico, panfletario y callejero, toda una serie de conceptos, elaborados a modo de prejuicios, que se repiten dogmáticamente y sin que se permita la posibilidad de su sometimiento a una crítica razonable y profunda”. Dicho esto, Ramos precisa que “la Iglesia, frente al torbellino de pasiones desatadas en torno al tema, ha iluminado con su doctrina, que en este punto tiene como fuente a la ley natural, a efectos de esclarecer los espíritus, no sólo de los fieles [cristianos] sino de todos los hombres de buena voluntad, sobre esta cuestión tan conflictiva”. De esta manera, “la doctrina católica admite como lícitas todas las formas de gobierno en tanto se ordenen al bien común. En consecuencia, salvado el origen divino de la autoridad y su subordinación a un orden de valores superior y permanente, la democracia es un régimen legítimo y así lo han enseñado los pontífices”, agrega Ramos.

Esta introducción se justifica, entre otros motivos, a los efectos de evaluar la calidad institucional de la democracia en la República Argentina. Como el tema da para mucho, podríamos decir como primera aproximación, que la actual democracia argentina, desde 1983, se resuelve en apoyar –o no– la propia sentadera en la correspondiente banca de diputado o de senador para dar quorum y, eventualmente, votar leyes que, en su mayoría, responden a los intereses de una partidocracia fagocitadora de la República y no al bien común de los argentinos y de los hombres de buena voluntad que quieren habitar en nuestro suelo patrio.

Dicho esto, volvamos a las enseñanzas pontificias sobre la democracia como forma de gobierno. Hemos dicho, efectivamente, como forma de gobierno dado que, equivocadamente, también se puede entender como estilo de vida. Este último significado no es propio de una filosofía política realista ni de la Doctrina Social de la Iglesia.

La democracia, entonces, es un sistema o régimen del poder en la sociedad política, como sintetiza Carlos Alberto Sacheri en El orden natural. ¿Cabe concebir una democracia sana? “La doctrina del orden natural responde afirmativamente”, señala nuestro autor, pero evitando las falsas concepciones sobre la misma. “La democracia no ha de ser definida como gobierno de todo el pueblo -cosa utópica- sino como régimen en el cual el pueblo organizado tiene una participación moderada e indirecta en la gestión de los asuntos públicos”, afirma. En relación a la “soberanía popular” invocada con frecuencia cuando se habla de “democracia”, conviene recordar aquí un trabajo antológico del constitucionalista argentino Germán Bidart Campos titulado, justamente, El mito del pueblo como sujeto de gobierno, de soberanía y de representación.

En el mismo sentido, es necesario recordar una afirmación de san Juan Pablo II en la carta encíclica Centesimus annus -1° de mayo de 1991-: “Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la «subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad. Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (CA, 46).

Si, a partir de este texto de san Juan Pablo II, volvemos a la realidad de la vida política de nuestro país, podríamos vincular otra idea, entre otras, a la mencionada en el segundo párrafo de esta columna: en la República Argentina no existe, desde hace años, una democracia de acuerdo a la ley natural y la Doctrina Social de la Iglesia sino una tiranía de las mayorías circunstanciales que, en el Congreso de la Nación, negocia y sanciona leyes contrarias al bien común y en la que el “oficialismo” y la “oposición” de turno se reciclan y retroalimentan en beneficio de una Clase Política que busca los propios intereses pero no representa al pueblo argentino.

Germán Masserdotti

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