Las palabras importan. Por varios motivos. En primer lugar, porque las palabras deberían –todavía mejor, deben– ser representativas de la realidad. Por esto, si determinadas palabras dejan de usarse, podría llegar a concluirse que las realidades respectivas han dejado de existir. Vale un ejemplo doméstico: si a nuestros hijos no les hablamos de la justicia, de la fidelidad matrimonial, del respeto por los mayores, y un largo etcétera, es lógico concluir que, para ellos, tales cosas no existan. Además, si nosotros, sus padres, no les hablamos de tales cosas, ¿quién lo hará?  

La introducción viene a cuento dado que una expresión que ha desaparecido del lenguaje de la Doctrina Social de la Iglesia es “Civilización Cristiana”. Podrá –y ya tampoco tanto– leerse, de vez en cuando, “Civilización del Amor” pero, sin perder de vista la equivalencia, no puede decirse que signifique lo mismo que “Civilización Cristiana”. A “Civilización Cristiana” se vinculan más “Cristiandad” y “Orden social cristiano”, otras dos expresiones desaparecidas. Repárese que, en los tres casos, la referencia a Cristo es obligada. ¿Habría aquí una explicación sobre el desuso de estas expresiones?

Tres ejemplos bastarán para ilustrar lo que decimos. El primero de ellos es el Radiomensaje Oggi (1° de septiembre de 1944) de Pío XII. Allí, a cinco años del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Pío XII pregunta: “¿Sucederán acaso a los dolorosos y funestos errores del pasado otros no menos deplorables, y el mundo oscilará indefinidamente de un extremo a otro? ¿O se detendrá el péndulo gracias a la acción de sabios gobernantes, bajo direcciones y soluciones que no contradigan al derecho divino ni, se opongan a la conciencia humana y sobre todo cristiana?”. Y responde (negritas nuestras): “De la respuesta a tal pregunta depende la suerte de la civilización cristiana en Europa y en el mundo. Civilización que, lejos de comportar sombras y perjuicios a cada una de las formas peculiares y tan variadas de la vida ciudadana, en las cuales se manifiesta la índole propia de cada pueblo, se incardina en ellas y en ellas hace revivir los más altos principios éticos: la ley moral escrita por el Creador en los corazones de los hombres (cf. Rom 2,15), el derecho natural que deriva de Dios, los derechos fundamentales y la intangible dignidad de la persona humana, y, para mejor plegar las voluntades a su observancia, infunde en cada uno de los hombres, en todo el pueblo y en la convivencia de las naciones, esas energías superiores que ningún poder humano, ni siquiera de una manera remota, es capaz de conferir, mientras, a semejanza de las fuerzas de la naturaleza, preserva de los gérmenes venenosos que amenazan el orden moral, impidiendo su ruina” (Oggi, 9). Inmediatamente agrega (negritas nuestras): “Así ocurre que la civilización cristiana, sin ahogar ni debilitar los elementos sanos de las más diversas culturas nativas, en las cosas esenciales las armoniza, creando de esta manera una amplia unidad de sentimientos y de normas morales —fundamento el más sólido de verdadera paz, de justicia social y de amor fraterno entre todos los miembros de la gran familia humana” (Oggi, 10). En el número siguiente afirma (negritas nuestras): “Los últimos siglos han visto, con una de esas evoluciones llenas de contradicciones de que la historia está escalonada, de un lado, sistemáticamente minados los fundamentos mismos de la civilización cristiana; del otro, por el contrario, el patrimonio de ella difundirse constantemente a través de todos los pueblos. Europa y los otros continentes viven ahora, en diverso grado, de las fuerzas vitales y de los principios que la herencia del pensamiento cristiano les ha transmitido, así como en una espiritual transfusión de sangre” (Oggi, 11). Poco más abajo agrega (negritas nuestras): “La clarividencia, la dedicación, el impulso, el genio inventivo, el sentimiento de caridad fraterna de todos los espíritus rectos y honestos determinan en qué medida y hasta qué grado será dado al pensamiento cristiano mantener y regir la obra gigantesca de la restauración de la vida social, económica e internacional en un plano que no esté en contraposición con el contenido religioso y moral de la civilización cristiana” (Oggi, 13). Por último, observa (negritas nuestras): “Por ello dirigimos a todos nuestros hijos e hijas de todo el mundo, así como a aquellos que, aun no perteneciendo a la Iglesia, se sienten unidos a Nos en esta hora de determinaciones acaso irrevocables, la urgente exhortación de sopesar la extraordinaria gravedad del momento y de considerar cómo, por encima de toda colaboración con otras divergentes tendencias ideológicas y fuerzas sociales, sugerida a veces por motivos puramente contingentes, la fidelidad al patrimonio de la civilización cristiana y su valiente defensa contra las corrientes ateas y anticristianas es la clave de bóveda que jamás puede ser sacrificada a ningún beneficio transitorio, a ninguna mudable combinación” (Oggi, 14).

El conjunto y cada uno de los textos justificarían una nota aparte. Si no nos fallan las matemáticas, Pío XII usa cinco veces la expresión “civilización cristiana” en el Radiomensaje Oggi.

El segundo de los ejemplos es el de san Juan XXIII. Si uno utiliza el buscador de la web de la Santa Sede y coloca civilización cristiana, podrá comprobar que la expresión aparece con cierta frecuencia en sus documentos. Valga un caso a modo de ilustración (negritas nuestras): “Amamos a España, cuya pureza de costumbres, lo mismo que sus bellezas y tesoros de arte, hemos podido admirar en los gratos viajes con que hemos recorrido sus tierras. Por eso Nos alegramos de que la España que llevó la fe a tantas naciones quiera hoy seguir trabajando para que el Evangelio ilumine los derroteros que marcan el rumbo actual de la vida, y para que el solar hispánico, que se ufana justamente de ser cuna de civilización cristiana y faro de expansión misionera, continúe y aun supere tales glorias, siendo fiel a las exigencias de la hora presente en la difusión y realización del mensaje social del cristianismo, sin cuyos principios y doctrina fácilmente se resquebraja el edificio de la convivencia humana” (Mensaje con motivo de la consagración de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, 5 de junio de 1960).

Pero, en tercer lugar, lo cierto es que, como observa Stefano Fontana, la expresión “civilización cristiana” –del mismo modo que “cristiandad”– ha dejado de usarse en los documentos posteriores al Concilio Vaticano II (cf. Fontana, S., La Dottrina politica cattolica. Il quadro completo passo dopo passo, Verona, Fede&Cultura, 2023, p. 15). Se trata de un hecho, en primer lugar, que da para pensar, en segundo lugar. Cuáles son los motivos de los redactores de los documentos los desconocemos. Lo paradójico del caso es que tanto el Concilio Vaticano II como la posteridad siguen confesando la centralidad del misterio de Cristo. Basta, nomás, remitir a la Declaración Dominus Iesus de la Congregación para la Doctrina de la Fe (6 de agosto de 2000).

Es doctrina revelada que todas las cosas deben ser recapituladas en Cristo (cf. Ef 1, 10), incluidas las sociedades, también las políticas, de lo que se sigue que un orden social recapitulado en Cristo es, lógicamente, un Civilización Cristiana. Para más abundar, el Catecismo de la Iglesia Católica incluye el numeral 2105[1] en  el que se proclama la Realeza social de Cristo. Como afirma también Fontana las expresiones “cristiandad” y “civilización cristiana” “son todavía válidas en cuanto expresan el principio de la Realeza social de Cristo, al que la Iglesia no puede renunciar” (Fontana, S., p. 15).

Por último, un interrogante a modo de preocupación. Si la Iglesia de Cristo no habla de la Civilización Cristiana ¿quién lo hará?

Germán Masserdotti


[1] “El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (DH 1). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive” (AA 13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (cf DH 1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (cf AA 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (cf León XIII, Carta enc. Immortale Dei; Pío XI, Carta enc. Quas primas)”.

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Germán Masserdotti

Membro del Collegio degli Autori