Patrick J. Deneen, hablando del progresismo, habla de “fracaso”, y lo ha hecho durante algún tiempo. El progresismo ha fracasado porque ha implosionado en contradicciones internas, que son el fatal castillo de naipes de toda ideología. Hace un par de años publicó Why Liberalism Failed (Yale University Press, EE.UU., 2018), traducido al francés y al italiano (Perché il liberalismo ha fallito, La Vela, Viareggio, 2021).
Deneen, católico, profesor de ciencias políticas en la Universidad Notre Dame (Indiana), ha concedido recientemente una entrevista al diario francés “La Nef”, en la que habla de una triple “revolución” producida por el progresismo histórico.
La primera revolución -según Deneen- acabó con más de dos mil años de libertad narrada y vivida como liberación del pecado y las pasiones y, al mismo tiempo, como búsqueda de la virtud. En otras palabras, se opuso el concepto clásico de libertad, transmitido por Platón y Aristóteles, así como, posteriormente, por la teología (y la filosofía) cristiana.
Al trastocar el concepto de libertad, el progresismo moderno imaginó “un ‘estado de naturaleza’ en el que cada persona era igualmente libre de hacer lo que quisiera”.
En la segunda revolución, el progresismo rompió la unión de la tríada libertad-virtud-cultura: la libertad, en el pensamiento clásico, no es en absoluto un “estado de naturaleza”, sino un logro que se obtiene con dificultad, en el camino de la disciplina y la virtud. La libertad es un “cultivo” diario y exigente. La cultura siempre ha sido una “necesidad central” de la vida, inseparable del entorno en el que se forja la virtud.
Fue Aristóteles sobre todo el que observó cómo “el cultivo de la virtud” comienza incluso antes de que una persona sepa lo que es. Esta cultura se logró, en los siglos posteriores a los filósofos griegos, a través de la familia, la escuela y la religión. Los filósofos progresistas -continúa Deneen- veían todo esto como un “obstáculo” a la libertad: el propio John Stuart Mill afirmaba que “la cultura era una especie de despotismo”, por lo que “se podía exigir al Estado que limitara aquellos aspectos de la misma que violaban la libertad individual”.
Para el progresista moderno, la disciplina es un remanente asfixiante del pasado y las instituciones culturales, un impedimento para la voluntad del individuo.
La tercera y última revolución, en opinión del entrevistado, permitió al poder humano dominar la naturaleza a través de la ciencia y la prosperidad económica, ignorando el medio de la cultura. Para el progresismo, efectivamente, “hay dos obstáculos principales para la libertad humana: los demás hombres y la naturaleza”. Por lo tanto, para alcanzar la libertad era necesario deshacerse de las limitaciones impuestas por los demás y por la naturaleza. Todo se reduce a lo “otro”, como limitador potencial de la libertad.
Todo el pensamiento cristiano en particular, hasta la Escolástica, veía la naturaleza como un orden del que el hombre formaba parte. La naturaleza, el cosmos, no era “otro” del hombre, no era un “límite”, un obstáculo para la libertad. Era necesaria una liberación, pero no dominando y doblegando las leyes de la naturaleza a los deseos desordenados del hombre.
Fue Francis Bacon -recuerda Deneen- quien describió “la naturaleza como un prisionero al que hay que interrogar, incluso torturar, para que revele sus secretos”. Los progresistas, además, no se limitaron a manipular la naturaleza “externa” al hombre, sino que, en su fanático intento de producir una libertad incondicional, comenzaron a manipular también la propia “naturaleza humana”, que es también un obstáculo para el arbitrio desvinculado de la razón.
El llamado “estado de naturaleza”, en el sentido progresista, contempla y describe al ser humano como “separado” e “individualizado” de algo “más” (el hombre, la naturaleza, la naturaleza humana). Esta es la razón -dice el autor- por la que el Estado y la sociedad son considerados, por el progresismo, como entidades “neutrales”. Al fin y al cabo, sin esta neutralidad las fuerzas de la cultura (no neutrales por definición) seguirían activas y obstaculizarían la afirmación del progresismo, cuya verdadera naturaleza, sin embargo, está más cerca del anarquismo.
Sin embargo, el “estado de naturaleza” en el sentido progresista “es una pura mentira”, como escribe, por ejemplo, el filósofo Bertrand de Jouvenel: el estado de naturaleza “quita a nuestra naturaleza nuestra sociabilidad, nuestra dependencia y nuestra capacidad de relación”; también “niega nuestra existencia como criaturas pertenecientes a una larga narrativa de la historia humana, como seres ‘con’ y como ‘parte’ de la naturaleza […], puesto que herederos de la cultura”.
Es una pura quimera buscar la libertad eliminando la cultura y la tradición, el orden natural y la relación. Deneen está convencido de que “cuanto más ‘triunfa’ el progresismo, más fracasa”, porque no crea ninguna liberación sino que, por el contrario, exige la esclavitud de la tecnología, las finanzas y los males más extendidos de nuestro tiempo.
Como siempre ha ocurrido en la historia, Deneen se da cuenta de que para instaurar un sistema social basado en la ideología es necesario utilizar un sistema político bien arraigado y totalitario. En el caso de las democracias progresistas modernas, no es posible prescindir de un poder centralizado muy fuerte, de matriz estatista. En lugar de la promesa de alguna forma de autonomía, se promulgan leyes y decretos restrictivos. El “gobierno limitado” de la filosofía progresista es pura ilusión. Es, en cambio, un gobierno invasivo que busca la simplificación y solo produce la complicación; pretende imponer la libertad mediante la “homogeneización” y la “conformidad”, pero solo obtiene la opresión.
También se tambalea todo el aparato que rodea el concepto de “tolerancia”. ¿Por qué el progresismo se ha vuelto intolerante? Deneen dice que, en sus inicios, el progresismo afirmaba que “los seres humanos no podían ponerse de acuerdo sobre la naturaleza de lo que era bueno”. Por lo tanto, era necesario que la filosofía, y no una iglesia, respondiera, mientras que el Estado debía permanecer neutral, garantizando la paz civil y la tolerancia.
La tolerancia, sin embargo, no se extendió a esa religión (la católica) que “insistía en una dimensión pública del ‘bien’”, según la doctrina aristotélico-tomista, pues de lo contrario habría desbancado al principio progresista. Por último, la Iglesia solo podría sobrevivir en la medida en que aceptara también convertirse en “una organización totalmente progresista”, lo que hizo en cuanto el “juicio” fue sustituido por los “valores de la tolerancia, el amor y el perdón”. La sociedad progresista, en definitiva, solo se sostiene si se fundamenta en una “indiferencia mutua” hacia el concepto de “bien”.
Hay una creencia, en particular, sobre la que descansa la filosofía progresista, observa Deneen: el orden político debe ser el resultado del “consentimiento” popular y democrático. Esto es una hipocresía, ya que el progresismo siempre ha tenido una desconfianza congénita hacia el pueblo. El progresista siempre ha sospechado del individuo, al que considera desestabilizador y conservador por naturaleza.
La nueva clase dominante sustituyó a la antigua aristocracia para ejercer un sospechoso control de las masas mediante la “burocratización del Estado”, de modo que el poder se hizo “organizado y permanente”.
El autor concluye afirmando que el progresismo no tiene la apariencia de algo que pueda durar. La conformidad cuesta dinero. El burocratismo cuesta. La sociedad asistencial cuesta. Es decir, todo el carro progresista tiene unos costes cada vez más insostenibles, en el sentido económico, pero también en el sentido de renuncia a la libertad.
Una tiranía (o una ideología) no puede mantenerse por tiempo indefinido. La libre iniciativa, la genialidad del individuo, el impulso de la inventiva, el necesario privilegio del mérito y las diversas vocaciones espirituales y prácticas no pueden ser mortificadas eternamente. Todo esto, hoy en día, está en las garras de una represión irracional que, quizás, tiene en sí misma las grietas internas para un futuro y deseable colapso.
Silvio Brachetta

Membro del Comitato di Redazione