Estimado Director:
Le agradezco de corazón haber publicado en la página web del Observatorio mi homilía para el III Domingo de Cuaresma en la Catedral de San Justo y, también, la oración a la Virgen de la Salud, del santuario diocesano de Santa María la Mayor.
En la homilía, haciendo referencia a la difícil y compleja situación que estamos viviendo por la epidemia del coronavirus, afirmo que después de que haya pasado, nada volverá a ser como antes.
Acerca de este tema he escrito algunas reflexiones en un texto que le envío, dejando a su libre valoración la posibilidad de su publicación en la misma página web del Observatorio.
Considero, no obstante, que el Observatorio debe promover, con la sensibilidad e inteligencia que lo caracterizan desde siempre, un debate amplio y profundo sobre la cuestión del “después” del coronavirus, pues los desafíos que se deberán afrontar serán muchos y decisivos. Le agradezco su atención y le bendigo.
+Giampaolo Crepaldi
Nada volverá a ser como antes
La epidemia del COVID-19 está teniendo un fuerte impacto en muchos aspectos de la convivencia entre los hombres y, por este motivo, requiere un análisis desde el punto de vista de la Doctrina social de la Iglesia. El contagio es, ante todo, una cuestión sanitaria y ya esto lo vincula directamente con el objetivo del bien común, del que forma parte, claramente, la salud. Al mismo tiempo, plantea el problema de la relación entre el hombre y la naturaleza y nos invita a superar el naturalismo, hoy muy difundido, que se olvida que, sin la gestión del hombre, la naturaleza también produce desastres y que no existe una naturaleza sólo buena y originariamente incontaminada. A continuación plantea el problema de la participación al bien común y la solidaridad, invitando a que afrontemos, basándonos en el principio de la subsidiariedad, las diversas aportaciones que los sujetos políticos y sociales pueden dar para resolver este problema grave y en aras de la recuperación de la normalidad en cuanto haya pasado. Se ha demostrado que dichas aportaciones deben estar estructuradas y deben ser convergentes y estar coordinadas. La financiación de la sanidad, un problema que el coronavirus ha hecho emerger de manera evidente, es un problema moral central para alcanzar el bien común. Es urgente reflexionar tanto sobre las finalidades del sistema sanitario, como sobre su gestión y la utilización de los recursos, dado que una comparación con el pasado más reciente pone de manifiesto una gran disminución de la financiación en las estructuras sanitarias. Unidas al problema sanitario hay cuestiones relacionadas con la economía y la paz social, dado que la epidemia pone en peligro la funcionalidad de los sectores productivos y económicos y su bloqueo, si se alarga en el tiempo, producirá quiebras, paro, pobreza, malestar y conflictos sociales. El mundo del trabajo estará sujeto a grandes cambios, se necesitarán nuevas formas de apoyo y solidaridad y será necesario tomar decisiones drásticas. La cuestión económica está vinculada a la del crédito y la monetaria y, por ende, a las relaciones de Italia con la Unión Europea, de la que dependen en nuestro país las decisiones definitivas en ambos sectores. Esto, a su vez, propone de nuevo la cuestión de la soberanía nacional y la globalización, haciendo surgir la necesidad de replantear la globalización entendida como una máquina sistémica globalista, que puede ser también muy vulnerable precisamente por su interpelación interna rígida y artificial por lo que, al ser atacada en un punto neurálgico, se producen daños sistémicos generalizados difíciles de recuperar. Al haber sido destituidos de su soberanía los niveles sociales inferiores, todos serán golpeados. Por otro lado, el coronavirus también ha puesto de manifiesto los “cierres” de los Estados, incapaces de colaborar de verdad a pesar de ser miembros de instituciones supranacionales. Por último, la epidemia ha planteado el problema de la relación del bien común con la religión católica, como también el de la relación entre Estado e Iglesia. La suspensión de las misas y el cierre de las iglesias son sólo algunos de los aspectos de este problema.
Este parece ser el escenario general de los problemas planteados por la epidemia del coronavirus. Se trata de temas que interpelan a la Doctrina social de la Iglesia, por lo que nuestro Observatorio se siente llamado a ofrecer algunas reflexiones, a la par que solicita contribuciones en esta dirección. La encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI, escrita en 2009, en el momento de otra crisis, afirmaba lo siguiente: «La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo» (n. 21).
El final del naturalismo ideológico
Las sociedades estaban y están atravesadas por varias formas ideológicos de naturalismo que la experiencia de esta epidemia podría corregir. La exaltación de una naturaleza pobre y originariamente incontaminada y que el hombre habría contaminado no se sostenía antes y, con mayor razón, tampoco se sostiene ahora. La idea de una Madre Terra dotada originariamente de un equilibrio armonioso con cuyo espíritu el hombre debería conectarse para encontrar la relación justa con las cosas y consigo mismo es una tontería que esta experiencia podría hacer desaparecer. La naturaleza debe ser gobernada por el hombre y las nuevas ideologías panteístas (y no sólo) posmodernas son ideologías inhumanas. La naturaleza, en el sentido naturalista del término, también produce desequilibrios y enfermedades y, por este motivo, debe ser humanizada. No es el hombre el que debe ser naturalizado, sino que es la naturaleza la que debe ser humanizada.
La Revelación nos enseña que la creación ha sido confiada a los cuidados y el gobierno del hombre en vista del fin último, que es Dios. El hombre tiene el derecho, porque tiene el deber, de gestionar la creación material, gobernándola y sacando de ella lo que es necesario y útil para el bien común. La creación ha sido confiada al hombre, para que este la gestione según la razón y su capacidad de dominio sabio. Es el hombre el que debe regular la creación, no viceversa.
Los dos significados del término Salus
El término Salus significa salud en el sentido sanitario del término, y significa también salvación, en el sentido ético-espiritual y, sobre todo, religioso del mismo. La actual experiencia del coronavirus testimonia, una vez más, que ambos significados están entrelazados. Las amenazas a la salud del cuerpo llevan a cambios en las actitudes, en el modo de pensar, en los valores que hay que alcanzar. Ponen a prueba el sistema moral de referencia de toda la sociedad, exigen comportamientos éticamente válidos, denuncian las actitudes egoístas e interesadas de explotación; evidencian formas de heroísmo en la lucha común contra el contagio y, al mismo tiempo, formas de saqueo de quien se aprovecha de la situación. La lucha al contagio exige una nueva compactación moral de la sociedad en relación a comportamientos sanos, solidarios, respetuosos, algo tal vez más importante que la nueva compactación de los recursos. El desafío a la salud física se sitúa, por tanto, en relación al desafío a la salud moral. Es necesario un replanteamiento profundo de las derivas inmorales de nuestra sociedad, a todos los niveles. A menudo, las desgracias naturales no son del todo naturales, sino que son debidas a actitudes moralmente desordenadas del hombre. Aún no se ha aclarado definitivamente el origen del COVID-19, que podría no ser de origen natural. Pero incluso admitiendo su origen puramente natural, su impacto social cuestiona la ética comunitaria. La respuesta no es y no será sólo científico-técnica, sino que deberá ser también moral. Después de la técnica, la grave contingencia del coronavirus debería hacer revivir la moral pública sobre nuevas bases.
La participación en el bien común
Se requiere una participación ética porque lo que se está cuestionando es el bien común. La epidemia del coronavirus contradice a todos aquellos que han defendido que el bien común como fin moral no existe. Si así fuera, ¿en aras de qué se estarían comprometiendo todas las personas que, dentro y fuera de las instituciones, se ponen manos a la obra y luchan? ¿En aras de qué se comprometerían los ciudadanos a respetar las ordenes restrictivas, a no ser la existencia de un compromiso moral por el bien común? ¿Sobre qué base se dice que algunos comportamientos en este momento son “necesarios”? Quienes negaban la existencia del bien común o quienes confiaban que este podía alcanzarse sólo con la técnica, pero no con el compromiso moral por el bien, hoy se han visto desmentidos por los hechos. Es el bien común el que nos dice que la salud es un bien que todos debemos fomentar. Es el bien común el que nos dice que la palabra Salus tiene dos significados.
¿Se hará crecer esta experiencia del coronavirus hasta el punto de profundizar y ampliar este concepto del bien común? Mientras se lucha para salvar la vida de las personas, no han cesado los abortos, ni la venta de la píldora abortiva, ni la eutanasia, ni los sacrificios de embriones humanos y muchas otras prácticas contrarias a la vida y la familia. Si se redescubre el bien común y la necesidad de una participación coral en favor suyo en el ámbito de la lucha a la epidemia, se debería tener el valor intelectual y volitivo de extender el concepto hasta donde deba ser extendido naturalmente.
La subsidiariedad en la lucha por la salud
Hay en marcha una movilización contra la difusión del coronavirus a muchos niveles, a veces coordinados, a veces no. Hay distintos deberes que cada uno ha llevado a cabo según su responsabilidad. Una vez superada la tempestad esto permitirá replantear todo lo que en el ámbito subsidiario no haya funcionado como debía y, así, redescubrir el principio importante de la subsidiariedad para aplicarlo mejor y aplicarlo a todos los campos en los que pueda ser aplicado. Hay que valorar de manera especial una experiencia, a saber: la subsidiariedad debe ser “para” y no como defensa “de”, debe ser para el bien común y, por tanto, debe tener una base ética y no sólo política o funcional. Una base ética fundada sobre el orden natural y finalizado a la vida social. La ocasión es propicia para que se abandonen las visiones convencionales de los valores y de los fines sociales.
Un punto importante que la emergencia del coronavirus ha puesto de manifiesto es el papel subsidiario del crédito. El bloqueo de amplios sectores de la economía para garantizar una mayor seguridad sanitaria y disminuir la difusión del virus ha causado una crisis económica, sobre todo de liquidez, de las empresas y las familias. Si la crisis tuviera que durar mucho se prevé una crisis del círculo de producción y consumo con, de fondo, el espectro del paro. Ante estas necesidades el papel del crédito puede ser fundamental y el sistema financiero podría rescatarse de muchas de las acciones de dilapidación del pasado reciente.
Soberanía y globalización
La experiencia que estamos viviendo del coronavirus impone que reconsideremos también los dos conceptos de globalización y soberanía nacional. Hay una globalización para la que todo el planeta es un “sistema” de conexiones y encajes rígidos, una construcción artificial gobernada por los expertos, una serie de vasos comunicantes aparentemente sólidos. Sin embargo, esta concepción ha demostrado ser débil porque ha bastado que el sistema haya sido atacado en un punto para crear un efecto dominó que se ha propagado con gran celeridad. Una epidemia puede causar la crisis del sistema sanitario; las cuarentenas causan la crisis del sistema de producción lo que, a su vez, hace que se derrumbe el sistema económico; la pobreza y el paro dejan de alimentar el sistema del crédito; el debilitamiento de la población la expone a nuevas epidemias y, de nuevo, vuelta a empezar en una serie de círculos viciosos a nivel planetario. La globalización presentaba hasta ayer la magnificencia y la gloria de su perfecto funcionamiento técnico-funcional, desdeñando con un engreimiento indiscutible la obsolescencia de los Estados y las naciones, y resaltando el valor absoluto de la “sociedad abierta”: un solo mundo, una sola religión, una sola moral universal, un solo pueblo mundialista, una sola autoridad mundial. Ha bastado un virus para que todo el sistema se derrumbe, dado que los niveles no globales de las respuestas han sido inhabilitados. La experiencia que estamos viviendo nos pone en guardia sobre una “sociedad abierta” entendida de este modo, ya sea porque se pone en las manos del poder de pocos, o porque unas pocas manos podrían hacerla caer como un castillo de naipes. Esto no significa que hay que negar la importancia de la colaboración internacional que, precisamente, exigen las pandemias; sin embargo, dicha colaboración no tiene nada que ver con estructuras colectivas, mecánicas, automáticas y globalmente sistémicas.
La muerte por coronavirus de la Unión Europea
La experiencia de estos días ha mostrado una Unión Europea dividida y fantasmal. Entre los Estados miembros han surgido disputas egoístas más que colaboración. Italia se ha quedado aislada y sola. La Comisión europea ha intervenido tarde y el Banco Central Europeo ha intervenido mal. Ante la epidemia, cada Estado se ha cerrado en sí mismo. Los recursos que Italia necesitaba para hacer frente a la situación de emergencia, que en otros tiempos se habían encontrado a través, por ejemplo, de la devaluación de la moneda, ahora dependen de las decisiones de la Unión ante la cual hay que postrarse.
El coronavirus ha mostrado de manera definitiva el carácter artificial de la Unión Europea, que no consigue que los Estados colaboren entre sí porque se ha superpuesto a ellos al adquirir la soberanía. La falta de aglutinante moral no se ha visto compensado por el aglutinante institucional y político. Es necesario reconocer el final ignominioso por coronavirus de la Unión Europea y, al mismo tiempo, pensar que una colaboración entre los Estados europeos en la lucha por la salud es posible también fuera de instituciones políticas supranacionales.
El Estado y la Iglesia
La palabra Salus significa, como hemos visto, también salvación y no sólo salud. La salud no es la salvación, como nos han enseñado los mártires; pero, en un cierto sentido, la salvación da también la salud. El buen funcionamiento de la vida social, con sus efectos beneficiosos también sobre la salud, necesita la salvación prometida por la religión: «El hombre no se desarrolla únicamente con sus propias fuerzas» (Caritas in veritate, 11).
El bien común es de naturaleza moral y, como hemos dicho antes, esta crisis debería llevar a redescubrir esta dimensión; sin embargo, la moral no tiene una vida propia puesto que es incapaz de instituirse últimamente. Aquí se plantea el problema de la relación fundamental que la vida política tiene con la religión, la que mejor garantiza también la verdad de la vida política. La autoridad política debilita la lucha contra el mal, como sucede también con la epidemia que estamos viviendo, cuando equipara la Santa Misa con las iniciativas lúdicas, pensando que tiene que ser suspendida, a veces incluso antes que otras formas de reunión que son, sin duda, menos importantes. También la Iglesia puede equivocarse cuando no hace valer, para el bien común auténtico y total, la exigencia de la Santa Misa y de la apertura de las iglesias. La Iglesia da su contribución a la lucha contra la epidemia en las distintas formas de asistencia, ayuda y solidaridad que ella sabe llevar a cabo, como siempre ha hecho, en casos similares, en el pasado. Es necesario mantener alta la atención a la dimensión religiosa y su aportación, para que no sea considerada una mera expresión de la sociedad civil. Por esto tiene un valor especial lo que ha afirmado el papa Francisco cuando, rezando al Espíritu Santo, ha pedido que dé “a los pastores la capacidad y el discernimiento pastoral para que proporcionen medidas que no dejen solo al santo pueblo, fiel a Dios. Que el pueblo de Dios se sienta acompañado por sus pastores y el consuelo de la Palabra de Dios, los sacramentos y la oración”, naturalmente con el sentido común y la prudencia que la situación exige.
Esta emergencia del coronavirus puede ser vivida por todos “como si Dios no existiera” y, en este caso, también la fase sucesiva, cuando la emergencia termine, aplicará por continuidad una visión similar de las cosas. De este modo, se habrá olvidado el nexo entre salud física y salud moral y religiosa que esta dolorosa emergencia ha hecho surgir. Si, por el contrario, se sentirá la exigencia de volver a reconocer el lugar que Dios tiene en el mundo, entonces también las relaciones entre la política y la religión, entre Estado e Iglesia, tomarán el camino correcto.
La emergencia de la pandemia interpela profundamente a la Doctrina social de la Iglesia, que es un patrimonio de la fe y la razón que, en este momento, puede proporcionar una gran ayuda en la lucha contra el contagio, lucha que abarca todos los ámbitos de la vida social y política. Especialmente, puede dar una ayuda en vista del “después” del coronavirus. Es necesario tener una visión de conjunto, que no se olvide de ningún aspecto verdaderamente importante. La vida social exige coherencia y síntesis, sobre todo en las dificultades, y es por eso que en los momentos arduos los hombres que saben mirar con hondura y elevar la mirada pueden encontrar las soluciones e, incluso, las ocasiones para mejorar las cosas respecto al pasado.
+ Giampaolo Crepaldi
Esta reflexión del arzobispo Giampaolo Crepaldi la hace propia el Observatorio Cardenal Van Thuân y la Coordinación Nacional Justitia et Pax para la Doctrina social de la Iglesia, y constituye la base de un compromiso de reflexión acerca de la emergencia que hay en marcha y, sobre todo, sobre el “después” del coronavirus a la luz de la Doctrina social de la Iglesia.

Mons. Giampaolo Crepaldi
Vescovo di Trieste